viernes, 26 de enero de 2007

ALGUNAS OPINIONES SOBRE LA NOVELA.


Querido don Julio este chico, Espinosa Guerra, 
¿cómo ha sido tu viaje de regreso a las pampas 
gallegas? Espero que de lo más mejormente(...) La 
verdad  es que me gustó mucho tu escribidez, de 
verdad, el armado de la trama, esa división de cada 
capítulo retomando cada personaje en su mundo, y 
por supuesto, todo el entorno, el lenguaje(...) Me 
alegra montones, por ti, y quería hacértelo saber. 
Vamos todavía, ¿cachái? Un abrazo grande.” Carlos 
Porcel de Peralta, (Nahuel). Argentina-México.


Te cuento que leí tu novela. Creo que es muy buena, 
pero trizte y muy chocante. Me impactó bastante. Por 
otro lado, me llamó mucho la atención cómo fuiste 
capaz de recrear algo que paso hace algún tiempo. 
Bueno, me imagino que investigaste mucho... Creo 
que es notable.” Beatriz Espinosa Guerra. Chile.


Querido Julio, anoche terminé tu libro. Lo he leído 
en cuatro días, me lo he llevado a todas partes y en 
cuanto lo abría, en el metro o cualquier otro sitio, me 
olvidaba de todo para sumergirme en la historia de 
Juan, Luis, Ana, Diego, Roberto... Es una historia 
impactante y un libro que sólo puedo recomendar. 
Espero que esta primera novela publicada sea sólo el 
principio de una carrera exitosa como novelista. No 
te mereces otra cosa.
Te cuento que la primera en leer el libro fue mi 
madre. Lo empezó estando en Madrid en diciembre y 
se lo llevó a Berlín, a dónde fueron para pasar las 
Navidades con mi hermano. A la vuelta me dijo que 
le había encantado y que había llorado mucho al 
leerlo. Ella se ha tenido que identificar mucho con 
los personajes, al fin y al cabo, mi madre también 
militó en grupos de izquierda y su familia sufrió la 
opresión de una dictadura, aunque no hasta el 
extremo que narras en tu novela.
Bueno, amigo, tan sólo me queda agradecerte de todo 
corazón la posibilidad que me has dado de acercarme 
un poco más a la historía reciente de Chile a través.” 
Raquel García Vidal. España.


La novela se puede encontrar en Librería 
Iberoamericana, c/ Huertas 40, Madrid, en la web 
de la misma librería y en la web de la editorial, 
www.magoeditores.cl

jueves, 21 de diciembre de 2006

PRIMERA PARTE


1

––Por acá ––me dice la mujer. Desde atrás, Ana, se te parece: tiene tus mismos hombros; tu mismo cuello.

Todos pensábamos que tu camino iba a estar lejos de la población. Seguramente conocerías a alguien, estudiarías y te marcharías feliz de poder salir de la ratonera: calles sin pavimentar, veredas quebradas por la fuerza de las raíces, rejas podridas y con la pintura saltada. Allí no había nada, nada parecido a lo bueno ni a lo justo, sino puro recuerdo del hambre y la tristeza.

Y en medio de todo eso, tú, que intentabas olvidar por un instante esos quince años que te llevaban de la niñez a una juventud que podría haber sido bella si no hubiese sido por la belleza misma: cebo para los carroñeros que te rondaban; espantapájaros de hombres que uno a uno ibas rechazando. Desagradable la sensación de sentirse presa, objeto de deseo en medio de la inmundicia, soportabas sus palabras y la baba que saltaba de sus lenguas apretando los dientes, gibando la espalda.

Y eras hermosa, allí, en medio de tanto frío. Y te adorábamos creyendo que nunca serías para nosotros, pensando que estabas destinada a ser princesa y que algún día saldrías de la población sobre un auto último modelo, nueva versión de las carrozas de antaño, al lado de un hombre rubio, alto, de ojos verdes o azules, como el jovencito de las películas de cine, que creíamos siempre era el bueno...

––Por acá ––vuelve a repetirme la mujer con tu apariencia. Y la sigo.


2

Una vez frente a la reja no quiso tocar el timbre de inmediato: miró. El jardín era verde, expelía un olor que no conocía o había olvidado. El contraste lo daba la calle de acceso, seca, polvorienta, con una sola vía asfaltada, sin ninguna casa en las cercanías.

Para poder llegar esperó una hora que el autobús pasara. Era viejo, de los que ya no se ven. Cuando le pidió al chofer que le avisara dónde tenía que bajarse, éste lo observó y asintió con un ligero movimiento de cabeza, mirando de reojo aquella ropa descolorida, que aunque no quisiera evidenciaba las penurias de una historia larga y triste.

Ahora estaba ahí. Abrió el portón y avanzó con pasos tímidos, calculados. Más allá había otro, con llave. Aprovechó para mirar a su alrededor: los aromas y colores se apoderaban del patio y el agua que surgía de la regadera automática formaba un arco iris bajo esa lluvia sigilosa. No pudo dejar de pensar en su niñez: por el agua su hermano había muerto. Pero el tiempo no pasaba en vano. Ya no era el niño que se ocultaba tras el pasto seco para ver la casa que quedaba a una cuadra de la suya, donde la población dejaba de existir y una carretera marcaba el límite entre su realidad y la otra, mágica por lo desconocida. Niñas de su edad jugaban en medio de la hiedra salvaje y de improviso saltaban dentro de una pequeña piscina plástica y salpicaban el agua y reían. El se regocijaba al verlas. Pensaba que esa agua era su salvación. Pero pronto se acabó la dicha. El verano en que cumplió ocho años un camión rojo llegó a la casa de más allá: se fue el auto y en él la familia, la piscina y con la piscina, el verano, jugueteando entre su pelo. Para él quedó la incógnita de la maleza acariciando las piernas de las vecinas; quedó el agua de los inviernos, que no podía disfrutar, porque era fría, era mala y hacía un año había matado a su hermano menor:

––¿Qué quiere? ––preguntó gruesa y directa una voz.

Se dio vuelta con una rapidez que le recordó sus peores épocas. Desde el portón, ahora entreabierto, lo observaba un hombre cincuentón, alto y fornido. Una sonrisa instantánea y practicada se apoderó de su rostro, mas no por eso su actitud dejó de ser melancólica.

––¿Ah? ––y se dio tiempo.

––Que qué hace aquí, señor ––dijo el hombre, más tranquilo.

––Vengo a ver a la señorita Ana Martínez.

––¿Por qué no tocó el timbre?

––Es que el jardín y el tipo de rejas me dejó extrañado. Usted me entiende.

––Sí, claro ––y miró con un golpe de vista todo lo que lo rodeaba.

––Es necesario ––agregó en voz baja, como en secreto. Estuvieron callados un instante.

––Sígame, por favor.

Al avanzar se encontró con una construcción de comienzos de siglo, completamente blanca.

El hombre le dijo unas cuantas cosas más y se fue. Quedó esperando. Pasó un tiempo indeterminado: diez, uno, cien minutos. Era mediodía. El sol alumbraba, pero no calentaba. Era un día como los de septiembre... septiembre...


3

––¡Juan, Juan! ¡Enciende la radio, rápido!

Juan se volvió y miró los ojos de Luis.

––¡Qué radio ni nada! ––gritó y le arrojó un bolso.

––¡Nos vamos, hombre, no hay nada que hacer!

Luis intentó replicar, pero Juan tenía tomada la decisión.

Cuando iban corriendo a buscar la motoneta del tío Alfredo, Luis volvió a hablar, casi sollozando, muy agitado:

––Y Ana, ¡¿dónde está Ana?!

––Seguro que anda con Diego ––y agregó con certeza––: ella sabe cuidarse

sola. ¡No lo vaya a saber yo!

––¡Pero hay que buscarla!

––¡Cállate! Primero tenemos que salvarnos nosotros.

Ambos se quedaron callados un segundo, aunque no pararon de correr. Juan había terminado la frase en un murmullo, como si salvarse fuera un pecado o, peor, una traición. Luis entendió que no se podía hacer nada. Alguien había tirado los dados por ellos y tocaba escapar.

––¿Y adónde vamos? ––dijo entonces.

––A cualquier parte donde no nos conozcan.

––¿A otra región?

––¡Con qué plata! Santiago es lo suficientemente grande para que no nos encuentren.

––¿Y dónde viviremos?

––No preguntes huevadas. Esas son cosas que se solucionan en el camino.

––Pero la plata, hombre, el dinero... Sin dinero no se hace nada.

––Ese siempre se saca de alguna parte ¡Ya veremos!

Seguían corriendo y Juan sólo sabía que todo le parecía absurdo: el golpe, la huida, la conversación. Cuando llegaron a la casa, el tío Alfredo salió a recibirlos con las llaves de la motoneta en la mano. No les dijo nada, ni siquiera cuídense. Abrió las puertas para sacar la moto. Después les dio la mano, los abrazó. Después les dijo chao como quien dice hasta mañana, sólo que tenía sabor definitivo. Cuando estaban sobre la motoneta se miraron. Echarían de menos al viejo. Partieron silenciosamente. Se fueron por calles laterales. Todas estaban vacías. Tuvieron la sensación que comenzaba a atardecer, aunque aún no era mediodía, y que el sonido de la moto violaba, como un balazo incrustándose en la sien, el silencio.

Avanzaban hacia el otro extremo de la ciudad, hacia la cordillera. Luis nunca antes había andado por esos rumbos. El aroma a campo comenzaba a entrar por sus narices. El polvo que arrojaban a la orilla del camino anunciaba que aún vivían. De vez en cuando un auto los adelantaba y tocaba la bocina en señal de festejo; ellos respondían con otro bocinazo semejante, pero falso. A pesar de eso, todo estaba en calma. Por esos lugares nadie diría que acababa de pasar la muerte por el país, la muerte que seguía pasando, ciega.

Avanzaban. El día avanzaba tanto en el paisaje como dentro de sus cuerpos. Grillos y cigarras anunciaban su paso, que más parecía un grito contenido que un murmullo.

La motoneta se quejaba; el viaje se hacía más largo de lo que era. Su motivo se nublaba en la memoria del conductor: Si todo el tiempo fuera igual, si toda la vida fuera un constante vagabundeo por tierras desconocidas, sería diferente; si el tiempo no importara, si no hubiera nacido en la familia en que nací, en aquel lugar, en medio de la pobreza. Pero ni ellos ni su pobreza tenían la culpa de lo que sucedía. La moto seguía avanzando, acumulando polvo en ese extraño paraje.


4

Hoy ha sido un día diferente. Creo que a pesar de mis veinte años he perdido la juventud. Estoy angustiado. Han pasado algunos meses desde que con Luis nos fuimos de la casa. Ambos teníamos algo de dinero. Mi madre me pasó lo poco y nada que tenía. Algunas joyas, unos aros, el anillo de bodas. En aquel instante pensé que era increíble que tuviera cosas de oro viviendo donde vivíamos. Ahora no tanto, porque a pesar de la pobreza siempre trató de vivir dignamente. Como se dice, es la pobreza encubierta la que más duele. Esa era la de nosotros. Parecía que éramos los que vivíamos mejor en la población, pero no era cierto, nunca lo fue. La casa siempre pintada, nosotros siempre limpios, pero llegábamos a fin de mes sólo con una sopa. Por eso, apenas tuve uso de razón empecé a militar. Ahí me di cuenta que hay otros que sueñan tanto como uno, que quieren lo mejor para todos. Lamentablemente también hay otros que se aprovechan, que buscan lo mejor para ellos mismos. Incluso mis vecinos, los más pobres, los que tanto se quejaban, eran los primeros en rayar la cancha de fútbol con la leche que nos regalaban. Y cuando ya no hubo, rogaban un poco.

Ayer vendimos las cosas de oro, también el anillo de Luis. Le costó aceptarlo, pero lo hizo. Ana, quizás algún día, le regale otro. La motoneta salió hace algún tiempo; gracias a Dios no nos hicieron preguntas. Pagaron bien. Con eso hemos sobrevivido. Mañana comenzaré a trabajar en una panadería. Luis lo hace en un almacén de abarrotes. El pueblo es pequeño. Aquí nadie nos conoce, nadie nos hace preguntas y a pesar de que hay un ejército cerca y, según dicen, tiene las celdas repletas y se oyen disparos durante la noche, no se ven muchos milicos por las calles.

Tengo mucha pena. No puedo dejar de pensar en aquellos amigos que seguramente murieron o se fueron del país. El exilio debe ser terrible... Pero también duele mucho inventarse un pasado para seguir viviendo.

Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue cortarnos el pelo. Después fuimos a arrendar una pieza. Cara para nosotros. Más cara ahora que la antigua moneda no vale nada. Logramos vivir gracias a la moto, gracias a esa poca ropa que pudimos vender y cachureando en las bolsas de basura encontramos más de una cosa.

Luis salió a buscar trabajo antes que yo. Se atrevió. Realmente nunca participó demasiado. Era casi imposible que lo ubicaran. Por su facha, encontró rápido. Siendo rubio, vengas de donde vengas, en este país encuentras trabajo. Yo no me arriesgué de inmediato. Me conocían un poco más. No acá, claro, pero en mi vecindario había apoyado al candidato a regidor del Partido. ¡Se me ocurre a mí no más! Y a pesar de que ganamos, quedé marcado. Después, en la calle, me gritaban: «¡Hola, Juanito! ¿Cómo van las cosas?». Esos eran los más simpáticos. Los otros decían de todo, desde «¡Mándanos un poco de pan!» hasta «¡Dile a ese hueón que puede irse a la cresta!». Y a pesar de la rabia que me daba, los entendía.

La verdad es que todavía no me explico cómo de la noche a la mañana los negocios aparecieron llenos de comida. Luis me dijo que todo había sido un complot y sí, yo sabía eso, ¡¿pero tanto?! ¡¿Que fueran tan desgraciados?! No lo entiendo. Mientras había gente que necesitaba la comida, había otros que la guardaban, con el único fin de que ocurriera lo que ocurrió.

Han pasado seis meses y hay más desaparecidos. Ojalá que no nos suceda nada. Es posible que siga sin dormir, despertándome con cada sonido, con cada ladrido, con cada golpe del viento en los techos de la pieza; pero estoy un poco más tranquilo y, a pesar que debo ocultar mis verdaderos sentimientos, sigo siendo el mismo y espero continuar así. Por mientras lo mejor es mantenerse callado, junto a Luis, mi familia.


5

De alguna forma llegabas a la universidad. Muchas veces le pedías a los micreros que te llevaran gratis, y lo hacían, porque ellos también venían de la misma ratonera sucia y oscura y sentían que un poco de tu éxito era también de ellos. Y cómo no, si allí iban chicos de todas partes, pero casi nadie de la población. Incluso a veces, cuando tenías y podías pagarles el pasaje, te decían que no, que cómo se te ocurría, que mejor te compraras algo para comer, porque sin alimento la cabeza no funcionaba. Tú los mirabas a los ojos, apretabas las monedas en el puño y sentías que esa gente a la que incluso alguna vez habías temido era mucho mejor de lo que pensabas.

Conociste a Diego a los diecisiete años. Era fines de marzo y estabas sentada en los jardines del campus, pensando en la moneda que te había dado el micrero aquella mañana. Podría haber sido tu padre y desde que había corrido la noticia de tu ingreso a la universidad cada vez que te tocaba su micro, en vez de cobrarte por el pasaje, te daba el dinero equivalente a dos boletos.

Todavía no se conocían muy bien entre los compañeros, pero sabían que allí había de todo y todos o casi todos se aceptaban. Pero Diego era lo que se llama “una cosa extraña”. Sus padres tenían dinero, lo suficiente como para pagarle una carrera mejor, cosa que habían intentado, pero él había insistido en matricularse en una pedagogía. A pesar de que no lo entendían, no le hacían problemas; de alguna forma sabían que estaban cancelando en cómodas cuotas mensuales el tiempo que no le habían dedicado cuando chico. Ambos trabajaban y casi nunca estaban en la casa. Pero a él eso no le alcanzaba y desde hacía un tiempo estaba raro. Al llegar se ocultaba en su pieza a leer unos libros viejos y muy usados. No eran revistas y ellos confiaban en que su hijo se entretenía leyendo novelas.

Andaba leyendo uno de esos libros la mañana que tú pensabas en las monedas y los micreros: era un día caluroso, estabas en una banca, sola. Un pimiento daba su sombra justo sobre ti. El resto de los compañeros ya se conocían, pero tú no a ellos y no se atrevían a acercarse, pues algo de tu belleza los espantaba: ellas sentían una sensación parecida a los celos; ellos tenían vergüenza, miedo de no saber qué decirte. De pronto un chico rubio, de ojos claros, cruzó directo hacia donde estabas, con el paso demasiado seguro y con la mirada fija en la banca y en ti.

––¿Puedo sentarme?

––¡¿Ah?!... sí ––dijiste.

Cuando levantaste la vista un escalofrío te recorrió todo el costado. Te observaba sonriendo. Descruzaste al instante las piernas, pegaste una rodilla con la otra y, tiesa, intentaste seguir pensando en las monedas. El se sentó y comenzó a leer. Los demás dejaron de mirar. Fue un rato que entonces y aún hoy sigue alargándose en tu recuerdo.

No se pudo concentrar en la lectura. El viento que empezó a correr logró que tus cabellos le rozaran el hombro. Brillaban en su negrura. Tu rostro estaba clavado al suelo, contenido, concentrado, parecía el perfil de una estatua; sólo te diferenciabas de ellas por tu vivacidad, pues si algo se podía asegurar era que estabas viva, que tu corazón funcionaba aún joven y que a través de tus ropas, que se notaban humildes, surgía un resplandor que él no había visto en ninguna parte.

Se quedó observándote un rato. Estaba seguro de que lo habías notado. Seguro. Tenía que preguntarte algo. La hora. No. Era tonto. Además, lo más probable era que no tuvieras reloj. Cómo te llamabas. Quizá. Pero no es la mejor forma de empezar. ¿En qué piensa? Puede creer que soy un entrometido, de ésos que creen que es suya la vida de cualquiera. Cuando lo miraste de frente y le preguntaste qué estaba leyendo, no reaccionó. Recién cuando insististe Qué estás leyendo, se compuso y No, nada importante. ¿Y para qué leer entonces? Bueno, sí, es importante, muy importante, porque nadie tiene derecho a pasar a llevar a otro y tiene que haber justicia y la igualdad es importante. ¿Entiendes? Es cierto que unos tienen que ganar más que otros, pero no me cabe en la cabeza que se bote la comida que muchos agradecerían. No comprendo cómo los que ganan millones hacen

lo imposible para que los otros no consigan algo similar y lo mirabas, mirabas los movimientos de sus labios, de sus manos, de su cuerpo. Y seguía hablando, impulsado por la confianza que nadie le había dado. Entonces llegó la hora de entrar a clases y te despediste. Te buscó a la salida en el patio, en la calle, pero por ese día habías desaparecido. Quedó pensando en lo que te había dicho, cosas secretas, muy personales, que lo asfixiaban.


6

(Mamá, papá, quiero volar de nuevo, aquí el tiempo pasa tan rápido, pasa, el reloj se echó a perder, suena a cada rato, estoy hastiada, mami, en este rinconcito reúno los caracoles que se pasean por entre las plantas del jardín, ellos no tienen alas, pero pareciera que sí, van de un lado a otro y dejan un caminito por la tierra, yo les canto caracol, caracol saca tus cachitos al sol, tú me enseñaste, papá, a Luis ¿lo han visto? sí, ya sé que los papás de él tienen que trabajar y por eso viene a comer conmigo, comemos poquito, mami, ¿por qué? Luis es delgadito y su pelo, se le hacen curvitas, es callado, casi no me habla, ayer me tomó la mano y me dio un beso, yo me dejé abrazar, pero Luis es diferente, va al liceo y le va bien, es muy inteligente y dice cosas difíciles, cuando yo llego él se calla y ahí empezamos a volar, me ha llevado a muchas partes, no sonríe casi nunca, pero cuando ríe, se ríe de veras, él se enojó conmigo porque no le presté el caballito de juguete que el papá me trajo, él no tiene otros amigos y siempre me mira, a veces se acuesta en mi cama, aquí, al ladito mío y me hace cosquillas y después me da besos, igual que la primera vez ¿o nunca me había besado antes? ¡Mamá! ¡Tengo miedo! Ayer vino un señor y me quiso poner una inyección, yo lloré y pataleé y tú no llegaste aunque te grité con todas mis fuerzas. ¿Dónde estabas? Seguro que habías ido a buscar al papá, él no sabe volar y siempre se cae a la vereda, trae un olor raro y a veces un ojo machucado ¿qué es lo que le pasa? sí ¿te acuerdas? ayer me trajo un librito con dibujos para pintar, tú Luis, me ayudaste, terminamos rápido, de repente apareció la policía y tuvimos que arrancar con los tarros de pintura, menos mal que alcanzamos a terminar el mural, el Diego se alegró de que pudiéramos escapar y fue entonces cuando me regaló el caballito de juguete, ése que no quería prestarle al Luis, yo le había pedido una paloma, pero no la encontró, me dijo que las palomas representaban la paz y yo ya lo sabía, por eso quería una, sí, fue en mi caballito que llegamos a ese pueblo en la montaña, estaba nevado, la gente no salía de sus casas, yo me puse a volar y vi como unas cosas, que parecían personas, eran arrastradas por la corriente del río, grande el río, sus aguas eran rojas, extraño, mamá, ¿cierto?, porque el agua de los ríos es café o transparente, y esta era roja y avanzaba rápido, y uno de los hombres que iba bajando por el río me miró, estaba desnudo, era bonito, pero no tan blanco como el Diego, el Diego no vuela, se parecía más al Luis, me dijo que estaba muerto y yo lo veía vivo. ¿Muerto?, le pregunté, sí, me dijo y sonreía, estaba feliz de estar muerto, mami, yo no estoy muerta ¿cierto?, los caracoles ya no andan, sus conchitas están vacías, las sábanas de mi cama están húmedas, sí, parece que me hice,

mami, pero, por favor, no me pegue, yo no quise hacerlo, fue sin querer, es por el remedio que me dan, eso tiene la culpa, anoche soñé que andaba en un auto bonito, grande, adentro iba un señor muy derecho y me tocaba la pierna y después subía su mano por mi muslo, yo había comenzado a desabotonarle la camisa y dejé que me tocara mucho, le di un beso, pero de pronto el auto frenó, él se abrochó la camisa y me dijo que hasta ahí no más llegábamos, yo me bajé del auto y vi muchas casas bien hechitas, tremendas, y justo al medio, una mediagua, de adentro salían muchos gritos, cuando entré la gente me saludó, no sé cómo, algunos no tenían brazos, otros no tenían piernas, todos estaban vendados, de repente una voz dice «es ella, es ella», yo me asusté mucho y salí corriendo y cuando vi el sol, Diego estaba leyendo sus libros, al lado tenía un fusil y me dijo «no te preocupes, Ana, todo va a salir bien», entonces apagaron la luz y se encendió una vela, mucha gente fumaba, al lado de Diego estaba el hombre del auto, vestido de militar, Diego le estaba entregando una dirección, entonces, mami, desperté y Diego seguía mirándome, yo me saqué el pijama y le ofrecí entrar a mi cama, entonces ya no lo vi más, fue Luis el que estaba allí conmigo, yo me puse a llorar, pero de alegría, más rato entró la señora que me atiende y Luis, riéndose, como el hombre del río, empezó a volar y yo moví mi mano para despedirme, la señora vestida de blanco parecía un hada y estaba más joven que otras veces, me tomó de la mano y me dio la comida, yo le dije «gracias» porque así tú y el papá me enseñaron, la señora es muy buena, yo ya me acostumbré, ella me deja entrar con mis caracoles y a veces me trae libritos para leer, también me peina y yo ya no me hago en la cama porque la señora me dijo que le avise no más y ella viene con la bacinica, es buena, no como la otra, que me tenía en un cuarto chiquito y poco más me tiraba la comida en la boca, esa mujer no me gustaba y siempre me llevaba donde unos hombres que me tocaban completa y yo no quería y se desvestían y la mujer se reía y me decía «para que aprendas, mijita, para que aprendas», después me devolvía a la pieza y no me dejaba jugar con los caracoles, entonces de las esquinas salían unos pajaritos y yo les hacía cariño, eran amigos míos, todas las noches me sacaban a volar y veía la ciudad desde arriba, es grande la ciudad, mami, a veces iba a la casa, pero la luz estaba apagada y no entraba, también iba al liceo, por si encontraba a Luis sentado en el mismo lado, pero ya no hacía calor, como cuando lo conocí, siempre estaba lloviendo, fue una de esas noches en que murió el hermanito de Juan, él era muy bueno conmigo, cuando no tenía para comprar dulces él me

daba de los suyos, c ando Luis me dio el primer beso y él lo supo yo creí que se iba a enojar, pero se puso muy contento, me dijo que Luis era un buen chico, pero se fueron, me dejaron sola con mis caracoles, nunca más supe de ellos, iban al mismo liceo, nunca fueron estudiantes de la universidad, ahí estaba Diego y se juntaban con él porque era rubio y tenía los ojos verdes y tenía plata, más que nosotros, la verdad es que casi todos tenían más que nosotros, Diego se hizo muy amigo de Juan y leían los mismos libros, Diego primero llevó a Juan a su casa y después a mí, pero a Juan no lo llevó volando, yo ahora no vuelo, no me dejan, a veces me sientan en una silla rara, me da miedo al principio, los hombres vendados vienen y se ríen de mí en la cara, pero después comienzo a flotar y me río mucho, como el hombre que bajaba por el río, es como estar volando, igualito casi, a mí me gusta mucho, cuando vuelvo a la tierra estoy muy cansada y mis sábanas están mojadas, ¿por qué no me has venido a buscar, mami?, el caballito que me regalaste se perdió, pero en una esquina tengo los caracoles y en la otra tengo las lombrices, están muy flacas y no me dejan traerles tierra para que se alimenten, una vez yo me eché tierra en la boca para traerles y me retaron, mami, en la otra esquina tengo una ventana, es ahí donde atrapo al sol, siempre se va con la noche, pero siempre vuelve, cuando miro por la ventana los árboles, el viento me dice que sigo tan bonita como antes, yo no puedo mirarme, porque no tengo espejo, los ojos de la señora me sirven de espejo, pero no me quiere dar ninguno de los dos que tiene, dice que los necesita y no me da un espejo porque me puedo ir a otro mundo y ella no quiere eso, yo no sé por qué, pero estará de Dios, la otra vez vino un señor de blanco completo, me preguntó mi nombre y yo se lo dije, pero le mentí, no le dije el mío, le dije el tuyo y se lo creyó, es tonto, pero bonito, después lo vi en el pasillo y cuando iba pasando a mi lado me desabotoné rápido la blusa, quería que me viera, quería que estuviera conmigo, pero no me hizo caso, como si no existiera, esa noche soñé con él, no te voy a decir qué cosas, pero volvía a volar, quiero volar siempre, mami, ¿por qué no me vienes a buscar?)

Schwarze Milch der Frühe wir trinken sie abends

wir trinken sie mittags und morgens wir trinken sie nachts

wir trinken und trinken


Leche negra de la madrugada la bebemos de tarde

la bebemos al mediodía y de mañana la bebemos de noche

bebemos y bebemos

Paul Celan


Todas íbamos a ser reinas

Gabriela Mistral